"COSECHAMOS LO QUE SEMBRAMOS"
sobre los cuatro mil metros sobre el nivel del mar en los andes peruanos, lo que se encuentra en abundancia es una hierba que los campesinos del lugar llaman ichu. Los tubérculos originarios de los andes, producen apenas en reducidas porciones, lo justo para no dejar morir de hambre a los pocos habitantes que van quedando despoblados por el desplazamiento que se va dando del campo a la ciudad.
Allí llegó a vivir Juana, el personaje central de nuestra pequeña historia que voy a relatar luego.
Ella, frisaba los 60 años y parecía de unos 75 cuando tomé contacto con ella. Sus manos callosas y partidas por el frío y el agua helada de los puquios(manantiales) que todas las mañanas iba a recoger en sus recipientes grises de aluminio, me las tendió amablemente sin reparo alguno cuando la saludé por vez primera.
Quien diría que Juana, nacida y envejecida en esas montañas frías y heladas, no tuviera un corazón acorde con las rocas y el agua de los manantiales. Nació v pobre y se estaba muriendo pobre, pero con un corazón sorpresivamente rico en amor y ternura por los suyos y por cuantos tuvimos la suerte de cruzarnos en su camino y en su vida.
En esa tarde lluviosa que me alojó en su casa y donde me quedé hasta el día siguiente en una de mis correrías misioneras; hubo tiempo más que suficiente para que me contara la vida y milagros de su familia.
La historia de su madre Lidia, ya fallecida para entonces; me explicaba de donde le brotaba esa sensibilidad y ternura a flor de piel. Ella, Lidia había salvado de milagro de una peste bubónica que arrasó con los habitantes de su comarca. Digo milagro, porque no es que se escondiera o huyera del lugar para escapar de la muerte; al contrario se quedó allí, ayudó lo que pudo y cuando paso la peste y todo quedó en ruinas decidió junto a su esposo, quedarse en la comarca para sacarlo adelante con los pocos habitantes que sobrevivieron.
Dios, la vida, la naturaleza la habían dotado de y habilidades y cualidades que hicieron de ella un ángel para los suyos y los vecinos: sabía de la propiedad de las hierbas y con ellos curaba a los que se enfermaban, hacía de costurera, en una pequeña máquina de cocer de manila; los tejidos ni que decir, los hacía de maravilla; alguno de ellos, logró mostrarme Juana y quedé gratamente sorprendido por tanta belleza en los bordados.
Era la única partera (comadrona) del lugar y desde allí iba a cuantos vinieran a verle para ayudar alumbrar a las mujeres gestantes. Cómo por esas alturas no conocían el dinero y además no hacía falta, pues qué se podía comprar aunque se lo tuviera en abundancia. La gente le proveía de alimentos, huevos, quesos, alguna gallina o cuy(roedor) de vez en cuando. Así que en su casa jamás faltó que comer
Todo aquello que vivió Lidia, le fue entrando por los ojos, por las venas de su cuerpo a su hija Juana, la mayor de los siete hijos que tuvo y la única que se quedó a vivir en las montañas.
Decía eso Juana: - mi madre, sin saber leer y escribir me enseñó las lecciones más importantes, porque me enseñó con su vida, que se podía ser feliz con pocas cosas si de verdad aprendemos a vivir para servir.
Lidia ya no vivía físicamente cuando pisé el suelo por donde anduvo; pero de alguna manera en las actitudes y el modo de vivir de Juana su hija, allí ella estaba presente. Pues de eso se trata la vida, de trascender también en los valores, de sembrar, aunque sean cosas o acciones pequeñas, pues bien sembradas se siguen cosechando aunque ya no vivamos para ver los frutos.